¿Has pensado alguna vez que Jesús te mira y lo hace con amor? Que es una mirada misericordiosa, comprensiva, cariñosa, paciente y siempre fiel. Que te sigue mirando día y noche y nunca se cansa de mirarte. Y cuando lo hace, siempre te bendice, te ilumina, te fortalece, te pacifica. Es una mirada que no ofende, que no atemoriza, que no humilla, que no causa vergüenza. Es una mirada que proviene de su corazón infinitamente lleno de amor. Un corazón que es divino y humano, que palpita siempre vibrando de amor hacia ti. El Corazón de Jesús ha amado y sigue amando perpetuamente. Nunca se cansa de amar, de perdonar, de bendecir, de sanar, de salvar. Es un Corazón comprometido con tu salvación. Es totalmente fiel. Ama aún y a pesar de todo.
Esa mirada de Jesús la sintió en su alma María Magdalena, que experimentó su amor misericordioso y por eso fue liberada de siete demonios. Fue la mirada tierna que sintió la Samaritana y que la hizo reconocer que él era el Mesías. Es la mirada que hizo levantarse de la mesa de los impuestos a Mateo y dejarlo todo por seguir a Jesús. Es la mirada que hizo que Pedro y los demás discípulos lo siguieran hasta el final. Es la mirada misericordiosa y comprensiva que experimentaron los soldados romanos al clavarlo en una cruz y oír cuando Jesús le pedía al Padre que los perdonara porque no sabían lo que estaban haciendo. Es la mirada que lejos de asustar a los niños hacía que ellos buscaran y siguieran a Jesús y se le acercaran para que él los bendijera. Es la mirada que experimentó la muchedumbre cuando él sintió lástima por ellos porque andaban como ovejas sin pastor. Es la mirada que lanzaba cuando enseñaba la parábola del hijo pródigo y animaba a la gente a confiar en el corazón misericordioso de Dios.
Es la mirada dulce, cariñosa, tierna y misericordiosa que experimentó María, su madre, muchas más veces que todos, porque desde bebé así miraba a su mamá. Y durante su infancia y juventud, como también la vida pública de Cristo, Jesús miró siempre a su madre de esa manera. María nunca sintió de Jesús una mirada de reproche, tristeza, enojo, frustración. Ella siempre lo alegró, lo consoló a él con su manera de ser.
Jesús te mira a ti y a mí algunas veces triste y frustrado, porque no respondemos a su amor como debe ser. Pero al final siempre vuelve a la mirada compasiva, misericordiosa y llena de amor. Jesús no se cansa nunca de mirarnos con amor.